Se
va acabando la fiesta de la vida. Los mejores invitados se van marchando,
los
más aguantadores, los hígados mejor calibrados, los corazones más palpitantes,
las mentes más ágiles, las próstatas más resistentes.
Se
van yendo sin despedirse. Lo van dejando a uno solo raspando fiesta. Bailando
consigo mismo.
Recogiendo
vasos semivacíos, otros quebrados, los objetos abandonados, los leños fríos.
Las
camas rebrujadas en los cuartos de huéspedes. El salpicón de orín al pie de los
baños.
Y
se van para no volver. Ya sonó todo el long-play, ya se bailaron todas las
piezas, ya volaron todas las brujas, ya se bebieron todos los rones.
Lo
que se tenía que decir se dijo. Apagadas las luces se hace el silencio.
A
la fiesta de la vida llegué temprano, a conocer a esos amigos que son la mejor
parte de uno, las extremidades que le faltaban, sin los cuales uno terminaría
por ser otro.
En
una mesa a los 23, cuando dirigía una galería de arte de vanguardia y me
entrenaba en las sutilezas verbales de Apollinaire,
me
senté en la Librería Nacional con el pintor Pedro Alcántara, quien me presentó
a sus grandes amigos Norman Mejía, un verdadero monstruo de la pintura
y
a otros tres monstruos, Augusto Rendón, Carlos Granada y Humberto Giangrandi.
Me preguntaban en son de mofa en qué nota ponía a sonar mi tecla. Ahora les
puedo decir que en réquiems.
Sus
pinturas deslumbraban como sus pintas de seductores, mosqueteros del grabado y
de la paleta. No se sabía cuál era más peligroso.
Y
yo con una noviecilla modelo de Bellas Artes, y coqueta para más señas. Si los
lograba contener lo lograría todo en la vida. Y ya ven cómo lo he logrado.
Jejé, como se burlan de sí mismas las muchachas en sus guasaps.
Inaugurábamos
los años 60, cuando la violencia erupcionaba como un Vesubio.
Decidimos
artistas y escritores enfrentarla con más violencia, la de las plumas y los
pinceles de repetición.
Y de qué lava iban cargadas las obras de
Rendón, de Granada, de Góngora, de Loochkartt, de Giangrandi, de Alcántara y de
Samudio,
expresionistas
impresionantes entre quienes metía mis narices inapagables,
casi
todos ellos comprometidos con la denuncia de los crímenes del sistema, pero
sacando a flote en medio de su refriega un erotismo también furioso.
Le
declaraba Rendón al poeta Márquez Cristo antes de que se le apagara la
grabadora, en entrevista que parece un evangelio apócrifo,
que
cuando estaba pequeño rendijeaba la ventana del apartamento vecino donde
radiaba “una imagen estática con los senos al descubierto, entre su larga y
ondulada cabellera”,
reproducción
de la Magdalena penitente de Tiziano como se vino a percatar al llegar a Italia
y
por allí fue adentrándose a la vez en el arte y la lujuria.
Nunca
creyó en el dogma religioso pero su vida estética se empinó en la contemplación
de obras de temática procaz con personajes bíblicos
emanadas
de maestros como Tiziano, Durero, Modigliani y Caravaggio.
En
su peregrinaje italiano nunca entraba a arrodillarse en un templo como devoción
religiosa, pero lo hacía en el atrio en señal de adoración a su arquitectura.
En
su desacralización de los mitos religiosos e industriales llegó a pintar un
Cristo tomando Cocacola,
caballos
feroces con ancas de bailarina, uros antitaurinos, centauros recién
nacionalizados y mujeres indomables retirándose los sostenes,
parejas
a la luz de la luna por la ventana en su mesa mascando pasas, esqueletos
descuartizados.
En
el entretanto yo me lie con su hermano Jaime Rendón y nos fuimos para La Miel a
masticar hongos alucinógenos
y
a pintar y a escribir acerca de los ángeles que se posaban sobre nuestros
pechos peludos. Era nuestra manera de revolucionar la existencia que no se
ve.
Me
vine a vivir a Villa de Leyva para sacarle el culo a la muerte que se da en las
ciudades, no fuera que me matara un carro o cualquier otra colonoscopia.
Y
entre los viejos amigos que me encontré en el territorio estaban los hermanos
plásticos Augusto y Jaime Rendón,
vivientes en la vereda Monquirá, o Piedrapará,
como la bautizó una de sus augustas amantes, o El alto de los fósiles, dada la
edad de sus habitantes.
Allí
residen de lleno sus dos hermanos Marta Inés y Jaime con su mujer Patricia.
Jaime sigue pintando sus jaguares psilocibínicos y navegando las praderas
celestes donde yo también me aventuro.
En
su casa y en la mía nos reunimos a hacerle los honores al oro líquido, ya no
proyectando futuros sino evocando vivencias antepasadas,
y
nos da el pasmo de la risa el haber sobrevivido a nuestros desmanes y los de un
mundo que no se dejó cambiar.
Él
había sido lo que se dice todo un guerrero, dado su compromiso por retorcer la
historia hacia la liberación del sojuzgamiento,
mientras su hermano Jaime y yo tratábamos de
trastornar esta realidad viajando a las otras.
Todo
el mundo lo dice que lo que Obregón fue a la pintura lo fue Augusto al grabado.
La
caballería de su obra despierta sentimientos que van de la rabia a la ternura,
a la estupefacción, al enervamiento.
Toda
ella es un pozo ardiente. El color de la tormenta que perseguía, el azul cerúleo
y el verde tierra. Es truendo. Logro tesco. De goya miento.
A
Jaime le dijo un día en el desayuno: “Yo no quiero morir como un moribundo,
sentado o acostado, boqueando, con el pato bajo las nalgas”.
Se
sentía un roble de 86 que es un roble joven. Y lo hizo como a bien quiso.
El
viernes pasado se levantó muy temprano, hizo el café imperdonable, se puso su
abarcas de campesino, tomo las tijeras de podador,
y
arrancó a caminar por su predio escoltado por sus dos perros y seguido a
mediana distancia por su Alma amiga, desbrozando restrojos y levantando al sol
la mirada,
cuando
en una de estas se paró en seco, el medio corazón que le acompañaba desde hacía
10 años cuando el infarto. se le detuvo.
Como
los árboles añosos fue cayendo en cámara lenta y al llegar al suelo ya no había
suelo. Alma lo recogió entre sus brazos.
Iba
hacia mi casa de Villa de Leyva cuando el amigo Jaime Ruiz me dio la noticia.
Se me nublaron los ojos y el parabrisas.
Al
llegar a La montaña mágica, escoltado por mis dos perros, reparé que todas las
flores del jardín habían sido quemadas por la helada de la madrugada.
Y
cuando fui a brindar por el visitante de la tierra que se había ido no encontré
en la botella ni un trago. Se acabó el mundo.
¿Qué
viene a hacer la muerte en Villa de Leyva –pregunto–teniendo tanto qué hacer en
otros lugares?
Es
una broma. Bienvenida sea la pelona cuando se quiera acostar con uno. La que
faltaba.
Adiós,
amigo. Si no lograste cambiar el mundo, ¿qué mejor que cambiar de mundo?
Gracias al aporte y autorización del autor ,
publica y difunde: NTC …* Nos Topamos Con …
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